10:15 de la mañana del 9 de noviembre de 1993: el Puente Viejo de Mostar, obra maestra de la ingeniería otomana, es destruido por la artillería croata. Aquel día, junto con las piedras del puente cayeron río abajo los siglos de convivencia que hasta entonces habían mantenido las comunidades religiosas de la ciudad. Al oeste del río Neretva vivían principalmente los croatas católicos, mientras que en el este lo hacían los bosnios musulmanes. Esta división no había impedido que la ciudad conviviera hasta aquel momento en un ambiente ejemplar, dándose incluso no pocos matrimonios mixtos entre católicos y musulmanes. De hecho, bosnios y croatas se habían aliado al inicio de la guerra para expulsar al Ejercido Popular Yugoslavo, formado por los serbios ortodoxos. Pocas semanas pasaron de aquel hecho que los antiguos aliados empezaron a combatir entre ellos por el control de la ciudad.
Hasta aquel día de noviembre, el puente había conseguido mantenerse en pie estoicamente entremedias de una ciudad semi destruida por el debatir de las bombas. No se consideraba una construcción estratégica, pero tampoco lo eran el monasterio franciscano, la catedral católica, el palacio del obispo, el monasterio serbio de Žitomislić, las dos catedrales ortodoxas o la decena larga de mezquitas que fueron destruidas durante la guerra fruto del odio étnico-religioso. Seguramente el único delito del puente había sido justamente este, formar parte de la historia dorada de una de las comunidades enfrentadas.
Sin duda la caída del Puente Viejo de Mostar fue uno de los capítulos más simbólicos de la Guerra de Bosnia. Nosotros éramos todavía unos adolescentes, pero este suceso quedó grabado en las retinas de nuestros ojos, seguramente porque, a diferencia otros conflictos armados más lejanos, este estaba sucediendo en Europa, apenas a 2000 km de nuestra casa.
Reconstruido de nuevo en el 2004 gracias a las ayudas internacionales, el Puente Viejo vuelve a lucir como icono de la ciudad. Pero no es tan fácil reconstituir los lazos entre las diferentes etnias. Aunque hayan pasado más de veinte años, los recuerdos de la guerra todavía están muy presentes.
Reconstruido de nuevo en el 2004 gracias a las ayudas internacionales, el Puente Viejo vuelve a lucir como icono de la ciudad. Pero no es tan fácil reconstituir los lazos entre las diferentes etnias. Aunque hayan pasado más de veinte años, los recuerdos de la guerra todavía están muy presentes.
Por el casco antiguo de Mostar pasean hoy hordas de turistas que están de paso, muchos de ellos seguramente atraídos por la historia del puente -como nosotros mismos-. Las balas que ayer arrebataban vidas ahora se han transformado en frívolos souvenirs con forma de bolígrafos o pequeños aviones. No se ven ahora los soldados atravesándolo a toda prisa, hoy el puente se lo han hecho suyo algunos pacientes nadadores que esperan recoger una buena propina a cambio de mostrar su valentía saltando los 27 metros que les separan de las aguas del río Neretva. La única lucha que a primer vistazo resta visible es la de los restaurantes, que se disputan los clientes intentando ofrecer las mesas con las mejores vistas sobre el río. Todo ello con una falsa apariencia de una armonía que percibimos más bien como forzada.
No hace falta alejarse mucho del barrio viejo para ver que las heridas de la guerra todavía están por cicatrizar, pero en cambio son pocos los foráneos que se aventuran: quien lo hace, tropieza de golpe con la cruda realidad. Solo hay que seguir la carretera principal que atraviesa la ciudad, esta misma durante la guerra ejerció de línea del frente durante unos meses. Andando unos centenares de metros ya se pueden empezar a observar estructuras de edificios destruidos que permanecen tal cual quedaron al acabar la guerra. Quien piense que se conservan a propósito para recordar lo que allí pasó se equivoca: simplemente no hay dinero para restaurarlo todo. En otros edificios, conviven con naturalidad la ropa extendida en los balcones con las marcas de metralla y balas de la fachada. También en el asfalto son visibles todavía sus huellas.
A nosotros nos impresiona pero para la gente de aquí es simplemente el paisaje urbano de su día a día, nos sorprendre la naturalidad con la que conviven. La vida continúa y tienen suerte de poderlo contar, en las lápidas de los cementerios las fechas de nacimiento varían, pero las de defunción casi siempre convergen en los años de guerra que sufrió la ciudad.
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