Autora invitada: Aina de Lapparent
Llegamos a Cartagena de Indias. En un primer momento incluso me gustó el aeropuerto. Es pequeño, rodeado de palmeras. Llegamos en una noche húmeda y calurosa, una oleada de aire caliente nos recibió tan sólo bajar del avión. Alojados en el hostel Casa Viena en el barrio de Getsemaní empezamos a compartir informaciones, calores y sudores con los numerosos viajeros de todo el mundo que llegan en Cartagena. El espíritu routard nos invade y cada atardecer esperamos el momento de compartir, escuchar aventuras y sueños posibles.
La ciudad colonial está llena de luz y de colores ocres, rojizos, fachadas y patios florecidos... los mejores pintores colombianos vienen de allí. Siempre me han atraído las ciudades rodeadas de murallas. Pero Cartagena también tiene sectores donde se puede observar el desarrollo urbano y turístico más reciente: Bocagrande, el Laguito... Nosotros decidimos descubrir otra Cartagena. De sombra en sombra, de plaza en plaza, de patio en patio, medio obnuvilados por el calor y la humedad, paseamos, miramos, entramos...
Con la brisa marina llega el crepúsculo y la ciudad se transforma. La calle y las plazas cada instante están más llenas y las puertas y ventanas de las casas, tan abiertas como el carácter de los locales, dejan entrever la noche caribeña con rumor de sonido de televisiones encendidas.
Neustro viaje por el Caribe continúa en Santa Marta. Aunque muchas guías la presenten como una ciudad de paso, es agradable y también es un punto de salida hacia otros muchos destinos. A 5 km de Santa Marta después de un pequeño trayecto en buseta por montaña encontramos Taganga, un pueblo de pescadores desde donde con una barca local accederemos en una playa vecina.
Después de un día típico de arena y playa nos dirigimos hacia el Parque Nacional de Tayrona. Es aquí donde Sierra Nevada, la cadena montañosa más alta de Colombia, además de 5.800 m y con nieves perpetúas, encuentra el mar. Este hecho da al lugar un relieve singular y una riqueza ecológica excepcional. Con las mochilas debidamente llenas de víveres y sacos de agua (alguien nos ha prevenido que todo es muy caro adentro el Parque), penetramos dentro de la jungla por una ruta señalada. Para adentrarse en el parque es imprescindible seguir las rutas marcadas y, en algunos casos, ir acompañados de guías autorizados. El lugar ofrece ciertos peligros, que hay que conocer.
Después de 40 minutos en medio de una vegetación espesa y desbordante, el camino se va haciendo más y más impresionante. En mitad del trayecto se llega a un acantilado que cae el mar. Dicen que es aquí donde los indígenas se encontraron el mar después de días viajando. Reposamos en silencio, sorprendisos por la belleza de lugar.
Una estancia en uno de los Ecohabs se escapa de nuestro presupuesto, però eso no es un problema, nos alojamos en el camping de al lado de la playa de Arrecifes. Como hoy llueve y una hamaca puede ser una experiencia fuerte, alquilamos una tienda. No estamos solos, nos acompañan bichos de todo tipo.
Al cabo de dos días dejamos atrás el Parque, tendremos que volver en otra ocasión para hacer la excursión al “Pueblito”, uno de los lugares más relevantes por el intercambio de productos entre los indígenas. Nos dirigimos hacia la Guajira -la península al nordeste del país, al pie de Sierra Nevada- y llegamos a Palomino, un pueblo de pescadores situado entre dos ríos y con una playa tan impresionante como peligrosa por las corrientes marinas. Como no es nada recomendable bañarse en la playa, seguimos las costumbres locales y en el río Palomino vivimos una experiencia indescriptible: bajar por el río sentados encima de neumáticos de camión en medio de la jungla. Una experiencia de la cual no tenemos imágenes fotográficas, pero sí un recuerdo imborrable.
Naturalmente para hacer el descenso hace falta primero subir. Nos acompaña un amigo, montaña arriba. Por el camino nos cruzamos con los indios wayuu y kogui que todavía hoy habitan en las montañas de Santa Marta. Una vez llegados a destino, nos lanzamos y el río se nos lleva; a pesar de que a veces sufrimos un poco después de una hora de bajada reencontramos el mar Caribe. Al día siguiente, llenos de moratones y quemados por el sol, nos relajamos con un rato de lectura en una hamaca ante el mar.
Casita de bambú donde dormimos en Palomino |
Visto que no disponemos de tiempo para llegar al Cabo de la Vela, modificamos nuestra hoja de ruta inicial y decidimos volver a Cartagena y hacer una estancia en las míticas Islas Rosario. A una hora en barca rápida desde Cartagena y después de visitar la famosa Playa Blanca, llegamos a la Isla Grande de Rosario... Un lugar paradisíaco...
La imagen idílica caribeña nos da la bienvenida, playas de arena blanca y un azul deslumbrante. La arena es coral deshecho y levantando la vista puedes ver (dicen) el mar de seis azules turquesas diferentes. El agua está caliente pero agradable, la arena llena de sorpresas. Nosotros aprovechamos para bañarnos, recoger piedras, hacer snorkel y observar los corales y pescados de colores. Por la noche nos espera una otra experiencia única cómo es bañarse en un lugar donde se encuentra plancton fosforescent: cada movimiento genera burbujas o estrellas. Es simplemente mágico... ¡Aunque ojo! ¡alerta a los “tiburones” que amenazan con las invasiones masivas de turistas!
Antes de marchar de la isla aprovechamos para conocer su pueblo. Más allá de los circuitos turísticos, una pequeña comunidad intenta sobrevivir. No sin dificultades, una pequeña escuela ayuda a formar jóvenes emprendedores que generen trabajo a la comunidad. En este sentido la iniciativa del Ecohotel Las Palmeras, en el cual nos alojamos, merece un reconocimiento. Un projecto sólido, construido paso a paso.
Regreso en Cartagena, la sentimos ya nuestra y aprovechamos los dos días que nos quedan para vivirla intensamente. Entre otras cosas seguimos un partido del Barça en un bar con gente de la ciudad. Aunque la derrota, la sentimos tan lejos...
Nuestro viaje se acaba aquí y volvemos en Barcelona donde la ciudad y nuestro mundo, completamente diferente al que hemos visto estos días, nos espera. Aquí también se acaba el relato de mi viaje en el blog. Durante este viaje he aprendido y conocido...
Colombia y los colombianos me han enseñado que todo es cuestión de soñar, que todo es posible!
¡Hasta la próxima!
Aina también ha escrito:
- Colombia, cruzar el Atlántico por primera vez
- Medellín, la ciudad de la eterna primavera
- Colombia, perdidos entre cafetales
Aina tiene 15 años y este verano pasado ha cruzado el Atlántico por primera vez para hacer un viaje con la familia durante un mes. La experiencia de conocer nuevas realidades le ha gustado tanto que espera volver a viajar muchas veces a lugares igual o más interesantes. Es nuestra invitada del mes de diciembre y temporalmente le hemos cedido el blog para que nos explique su viaje a Colombia. -- Enric i Celia