viernes, 10 de mayo de 2013

Río de Janeiro: una ciudad fascinante en plena transformación....¡y muy cara!


Seamos sinceros: el primer contacto con Río de Janeiro no ha sido precisamente una experiencia encantadora. Llegar a un aeropuerto -más anodino, que ya es decir, y sucio que la mayor parte de aeropuertos donde hemos estado- en plena noche después de un viaje de unas 20 horas (más el efecto jet-lack), ir a cambiar dinero y comprobar que el tipo de cambio que te ofrecen no es precisamente muy favorable y, por último, darte cuenta (cuando ya es demasiado tarde), que el conductor del bus te de una maleta que se parece a la tuya pero no lo es, no es precisamente la imagen que teníamos de un viaje idílico.


Afortunadamente, el incidente de la maleta se resuelve el día siguiente y, animados por las vistas de la pousada donde dormimos, ubicada en el barrio de Urca, y por el trato amable y desenvuelto de la gente que trabaja (ambiente bastante gayfriendly incluido, como pronto comprobó Lluís), empezamos a visitar la ciudad. Y, aprovechando que Urca –barrio, por cierto, bastante seguro, con excelentes vistas y tranquilo- está al lado de Pao de Açúcar, decidimos ir directamente. Aconsejados por la gente de la pousada, hacemos la primera parte del recorrido a pie, una opción del todo recomendable porque, además de ahorrarnos el precio del primer teleférico, disfrutamos tanto de unas buenas vistas en el litoral sur de Róo como de los pequeños monos que habitan en el bosque subtropical del Morro(cerro) d’Urca.

Una vez llegados a la cumbre, tenemos ocasión de comprobar que, a veces, los estereotipos se cumplen: las vistas son espectaculares, sí, pero el lugar está lleno a rebosar de gente y los precios oscilan entre lo caro, carísimo y lo escandaloso.




Estos mismos calificativos se pueden aplicar, de pe a pa, al Cristo redentor del Corcovado, el lugar más alto de la ciudad (unos 760m) desde el cual, y con el preceptivo permiso de las abundantes nubes, las vistas son inalcanzables. La estatua del Cristo, por cierto, es enorme, pero su estilo, marcadamente grandilocuente y simbólico, recuerda en no poca medida la rimbombancia de los monumentos fascistas.

Al día siguiente, cansados ya de subir montañas, nos dirigimos a unos lugares de más fácil acceso (y gratuitos): ¡las playas, empezando por Copacabana! Y, una vez más, parte de los tópicos se cumplen: llena a rebosar de gente bañándose, haciendo deporte, paseando, charlando, tomando un refresco o comprando todo tipo de objetos. Lástima que buena parte de las edificaciones presenta un estado de conservación francamente mejorable. Y lástima, también, que los cuerpos Danone –ya sean femeninos o masculinos- abundan menos de lo que se puede imaginar. Las otras playas famosas, Ipanema y Leblon, en cambio, son más pequeñas. Eso quiere decir que la gente que las frecuenta suele llevar vestidos más caros, que las edificaciones son más suntuosas y que el agua está más limpia. Pero si queréis que seamos sinceros, la playa que nos gustó más fue la que visitamos de bajada del Pao de Açúcar: praia Vermelha: pequeña, al abrigo de las olas y, como su nombre indica, con arena cobriza.

Y ya puestos a hablar de lugares de naturaleza, queremos hacer mención de uno de los lugares más recomendables: el Jardín botánico, donde los amantes de la botánica podéis disfrutar de una increíble variedad de plantas y árboles exuberantes.




Y la ciudad propiamente dicha, ¿no la hemos visitado? Sí... pero la mayor parte de los recorridos urbanos los hemos dejado para el último día y medio de nuestro viaje, aprovechando que teníamos que volver a Rio para poder coger el avión hacia Barcelona. De lo que hemos podido ver, destacaríamos el barrio de Santa Teresa, ubicado en un cerro y pleno de casas antiguas, calles estrechas, desniveles, bares y ambiente bohemio que recuerdan, a partes iguales, el barrio de Gracia y las masías de Horta, en Barcelona. Aunque con una peculiaridad: las escaleras ubicadas apenas en los regazos del barrio que el artista chileno Selaron ha ido decorando con miles y miles de baldosas del mundo. Charlatán y excéntrico como pocos, lo recordaremos siempre, ahora que, desgraciadamente, ha muerto. En cuanto a las iglesias del centro, tienen un valor artístico considerable, sobre todo si os gusta el barroco, pero tampoco son nada del otro mundo.




Y, hablando de templos, el que más nos ha interesado es la Catedral de Sao Sebastiao. Construida en los años 60, su estilo futurista y osado, es todo un testigo de la fe en el progreso de hace unas décadas. Fe que ahora, en pleno siglo XXI, tambalea bastante, cuando menos en nuestra casa.

Pero una ciudad es mucho más que sus monumentos. En este sentido, dos rasgos nos han llamado la atención: la proliferación indiscriminada de bloques de pisos de gusto más que dudoso y la presencia, mires donde mires, de decenas de barrios de favelas. Sea por un cierto miedo o por un rechazo a contemplar la gente que vive como si de piezas de un safari se tratara (nos negamos rotundamente a convertir la pobreza en un espectable a fotografiar, en un reclamo turístico más), no nos hemos adentrado a niinguna de ellas, pero, quieras o no quieras, están por todas partes, unas más arregladas –las cercanas a Copacabana e Ipanema- y otras menos, pero, en cualquier caso, un testigo claro que la prosperidad que respira la ciudad –y que se manifiesta, entre otros cosas, en unos precios francamente abusivos- no llega a buena parte de su población.



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Lluís es un bibliotecario de los de la “vieja escuela”, es decir, lector sin remedio que se declara rotundamente incapaz de ir a ninguna parte sin un libro en la mano. A Maria José le encanta viajar, ya sean destinos cercanos o lejanos, ya se trate de ciudades o de naturaleza, a pesar de que tiene una especial predilección por aquellos lugares que quizás no tienen grandes monumentos, pero sí autenticidad y encanto. Maria José y Lluís han realizado finalmente uno de sus viajes más deseados: Brasil. Son nuestros invitados del mes de mayo y temporalmente les hemos cedido el blog para que nos expliquen su viaje. -- Enric y Celia

 
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